
En 1987, un humilde escarabajo boyacense conquistó el Alpe d’Huez y con él, los corazones de millones de colombianos que vieron en Lucho Herrera algo más que un ciclista: vieron un símbolo de esperanza, de disciplina y de país posible. Hoy, casi cuatro décadas después, ese mismo nombre, esa misma figura, vuelve a estar en los titulares. Pero no por glorias deportivas, sino por un caso que remueve las entrañas del conflicto armado colombiano.
La Fiscalía investiga a Luis “Lucho” Herrera por su presunta participación en la desaparición forzada de cuatro campesinos en Fusagasugá, ocurrida en octubre del año 2002. Exparamilitares de las Autodefensas Campesinas del Casanare lo señalan de haber entregado dinero, fotos y nombres con la intención de que “lo sacaran del problema” —según ellos, Herrera acusaba a sus vecinos de planear un secuestro y los vinculó con la guerrilla.
Más allá del proceso legal, que apenas comienza y deberá ser justo, independiente y sin sesgos, el país entero se enfrenta a una pregunta incómoda: ¿qué pasa cuando el héroe nacional es señalado de crímenes atroces?
La conmoción no es gratuita. Lucho fue un referente de orgullo nacional, un símbolo limpio en medio de décadas marcadas por la corrupción, la guerra y la impunidad. Representó al colombiano trabajador que sin alardes escaló las cumbres más duras del mundo. Pero si hoy su nombre está vinculado a una masacre, no podemos quedarnos callados por gratitud deportiva.
Las víctimas eran campesinos. Gente del común. Y su historia fue sepultada —literalmente— durante más de 20 años. Sus familias no tuvieron voz ni justicia, solo el eco del miedo. En contraste, el acusado vivió bajo los reflectores, cubierto por medallas, homenajes y títulos honoríficos. Ese desequilibrio es el verdadero centro de este drama nacional.
No se trata de dictar sentencia desde los medios, pero sí de exigir que todos —sí, todos— comparezcan ante la verdad, sin importar cuántas vueltas hayan dado en una bicicleta o cuántas portadas hayan protagonizado.
El país ha demostrado, una y otra vez, que tiene una memoria frágil y una debilidad peligrosa por el culto al héroe. ¿Cuántas veces hemos dejado pasar crímenes por el peso de una camiseta, de un uniforme o de una medalla? ¿Cuántas veces hemos preferido el silencio a la verdad porque nos duele derrumbar ídolos?
La justicia no debería temer a los nombres ni a las estatuas. Y tampoco debería ser insensible con los fantasmas que gritan desde las fosas comunes. Si los testimonios se confirman y los restos aparecen donde los señalan, no habrá mito deportivo que valga más que la dignidad de las víctimas.
Lucho Herrera tiene derecho a defenderse. El país tiene derecho a saber la verdad. Y las familias, a cerrar un duelo que lleva dos décadas abierto.